Te doy la más cordial bienvenida a este pequeño espacio, en el que pretendo dar rienda suelta a la locura de la filosofía, la poesía, el arte, la música, la religión, la sociedad; en fin, a todo lo que Cassirer denominaría como el "universo simbólico del hombre". Muchas gracias por tu visita.

Me encanta Dios

Hermosa reflexión de Jaime Sabines. Además, ¡a mí también me encanta!

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Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega, y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos.

Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida - no tú ni yo - la vida, sea para siempre. Ahora los científicos salen con su teoría del Big Bang... Pero ¿que importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.

A mi me encanta Dios.
Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho frente al ataque de los antibióticos con ¡bacterias mutantes!

Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble. Mueve una mano y hace el mar, y mueve la otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.

Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, y manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia- y se agita y crece- cuando Dios se aleja.

Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer mas amada, el perrito y la pulga, la piedra mas antigua, el pétalo mas tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. A mi me gusta, a mi me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.

El problema de la identidad de la persona en la filosofía de la mente

Uno de los problemas más atrayentes en el recién explorado campo de la filosofía de la mente es el problema de la identidad personal. Este problema -comúnmente abarcado desde la antropología filosófica e incluso desde la ontología- es replanteado desde la filosofía de la mente en una forma fresca, novedosa, que reinterpreta cuestiones ya abordadas y genera otras nuevas, por lo demás, interesantes.

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Podemos comenzar estableciendo los conceptos primordiales en nuestro escabroso andar filosófico. En primer lugar, podemos preguntarnos: ¿qué es la identidad personal? A grandes rasgos, podemos responder diciendo que la identidad personal es un vínculo o relación esencial mediante el cual la persona es identificada o se autoidentifica como sujeto, establecido lingüística o idiomáticamente con las palabras yo o él, ya que también es identificada por otras personas.

Los problemas comienzan a plantearse cuando, por ejemplo, no hay una identificación entre lo psíquico y lo físico. Tomemos como ejemplo la película Contracara (1997) con Nicholas Cage y John Travolta, en la que los protagonistas cambian de rostro quirúrgicamente y asumen los roles que tenía la otra persona. Podemos decir igual de la homosexualidad, los transgénero y los travestis (con sus respectivas controversias). Otro ejemplo muy recurrido por la televisión (en cierta medida, inspirado en ciencia ficción) es el de los “transplantes de cerebro”.

La cuestión es: ¿es necesaria la apariencia física para construir la identidad personal? Tomemos la teoría de los transplantes de cerebro. Supongamos que Juan tiene 20 años y ha tenido una vida normal, pero por una extraña situación tiene que cambiar de cerebro con Luis, también de 20 años. ¿Qué pasaría con la identidad de ambas personas? Si mis intuiciones son correctas, sufrirían un conflicto, puesto que su psique no correspondería al cuerpo con el que han vivido. Como se ve, el problema no es tan sencillo de resolver.

La filosofía de la mente considera dos posiciones básicas: el dualismo y el monismo (véase Sanguineti, 2008). El dualismo es la posición más común, puesto que está implícita en el ideario popular y en la mayoría de las religiones del mundo. Supone la existencia de dos sustancias o cosas: la mente y el cuerpo. La manera en la que se relacionan dará lugar a muchas distinciones, pero no indagaré más para evitarnos problemas. Sólo digamos que son dos cosas separadas.

La otra posición afirma que sólo existe una sustancia, y también tiene sus divisiones. Por ejemplo, hay quien dice que sólo existe lo físico; de esta manera, lo psíquico, la conciencia y el pensamiento estarían reducidos a procesos cerebrales. Éste es el monismo fisicalista.

Otra posición consiste en afirmar que sólo existe la mente. Ésta posición es muy polémica, puesto que negaría la realidad física de lo externo, reduciéndolo a percepciones subjetivas.

El ejemplo de los transplantes de cerebros se identifica con una posición llamada funcionalismo, que parte del supuesto de que el hombre es como una computadora con software y hardware; procesos mentales que tienen un fundamento físico. Así, cambiar el cerebro de una persona a otra sería como cambiar datos y programas de una computadora a otra por medio de una memoria USB. Pero como hemos visto, el problema de la identidad dice mucho respecto a esta posición.

Hablando de máquinas, ¿recuerdan la película El hombre bicentenario (1999) con Robin Williams? Pues bien, trata de un robot que, curiosamente, tiene el objetivo de ser humano, ¡y lo logra! Uno de los tópicos centrales de la película es que el robot, que además de cerebro “positrónico”, tiene sentimientos y es sociable, y conforme avanza su proceso de “hominización” va adquiriendo una identidad que reafirma a cada instante, ¿adivinen con qué?: con el proceso de convertir su cuerpo metálico en uno humano. La ficción ha planteado que las máquinas lleguen a un estado de conciencia en el que puedan forjar una identidad propia mediante la cual se reconozcan a ellas mismas, tengan sentimientos y, tal vez, “un día tendrán sueños” (Yo robot, 2004).

¿Podemos imaginarnos a un robot que afirme “yo soy especial y único”? Es más, imagínese usted en un cuerpo metálico, y tiene la certeza de que surgió siendo primero un robot. ¿Raro, no? Esa es y seguirá siendo la polémica respecto a las máquinas y los estados de conciencia.

Hasta aquí las principales cuestiones acerca de la identidad vista desde la filosofía de la mente. Aún es un campo joven, y falta mucha tinta por gastar. Sin embargo, los terrenos vírgenes, inexplorados, son los que, a veces, dan los resultados más interesantes.

Fuentes

Benito Vicente, José Óscar. (2003). El problema de la identidad personal en la filosofía analítica. En Daimon. Revista de filosofía (28), 67-83. Cosultado el 10 de junio de 2009 de la World Wide Web: http://revistas.um.es/daimon/article/viewFile/12731/12291

Columbus, Chris (dir.). (1999). El hombre bicentenario [película]. Estados Unidos de Norteamérica: Columbia/Touchstone Pictures.

Proyas, Alex (dir.). (2004). Yo robot [película]. Estados Unidos de Norteamérica: Twentieth Century Fox.

Sanguineti, Juan José. (2008). Filosofía de la mente. En Francisco Fernández Labastida y Juan Andrés Mercado (eds.). Philosophica: Enciclopedia filosófica on line. [Homepage]. Consultado el 15 de mayo de 2009 de la World Wide Web: http://www.philosophica.info/archivo/2008/voces/mente/mente.html

Woo, John (dir.). (1997). Contracara [película]. Estados Unidos de Norteamérica: Paramount Pictures.